Reseña por Jimena Colunga Gascón:
Como les venía diciendo, mis amigos: la guerra parece a estas alturas una fábula de antaño, de esas que vienen nomás en los libros de historia, pero no, en este mundo tan lleno de maravillas tecnológicas y avances sobrehumanos, hay muchos lugares en donde se combaten las más primitivas batallas. Uno de estos tristísimos casos, es el conflicto de Medio Oriente.
Una recapitulación rápida: Palestina se ubica justamente en donde las escrituras le dicen a Israel que se encuentran todos sus sitios sagrados. Israel es un Estado, sin extensión territorial determinada. Y como las escrituras dicen que es donde se ubica geográficamente Palestina, pues hay que tomar (a la fuerza) ese territorio que divinamente les corresponde. Súmenle el extremismo religioso y el intervencionismo extranjero, especialmente, de ya saben quién, para quedarse con los recursos naturales de la región. Así las cosas, otras naciones también meten la mano como si se tratara de una partida de Risk, entre los que tienen más fichas para apostar. Marcan a esa región décadas de guerra aparentemente infinitas, al día de hoy. Carajo.
La fotografía y el cine se han encargado de documentar ampliamente el conflicto y de ahí han salido algunas de las imágenes más brutales de nuestros tiempos. El documental de apertura del Festival de Cine y Música, Phonocinema, en México, es otro ejercicio que explora esta guerra contemporánea. “The Promised Band” es el primer largometraje de la profesional de reality shows, Jen Heck.
Es curiosa la vida de la gente dedicada al reality show: normalmente, nadie está orgulloso del contenido final porque en su mayoría, es basura, sin embargo, el reality es un sector de la industria audiovisual perfectamente engranado, con un sistema de producción muy sofisticado donde todo funciona armoniosamente para generar esos éxitos televisivos que generan millones y millones de dólares en audiencia. No obstante, también es una especie de hoyo frustrante para casi todos los trabajadores del sector, mayoritariamente creativos.
Jen Heck se dio a la tarea de invertir sus dólares americanos en buscar una historia cuyo contenido compense toda la banalidad de los realities y se fue a Cisjordania a documentar esta historia. Se trata de un grupo de mujeres viviendo en cada lado de las fronteras del conflicto armado y en el afán de reunirse, se inventan una banda musical para facilitar los trámites migratorios. La película comienza con una explicación didáctica muy práctica donde te explican la división política de la franja: una zona controlada por Israel, una zona controlada por Palestina y una zona controlada entre Israel y Palestina. Siendo así, hay claras prohibiciones sobre la migración de sus habitantes: judíos y musulmanes no pueden ir y venir libremente a donde “no les corresponde”.
Jen comienza su amistad con Lina, del lado palestino, una joven madre aficionada a la música y evidentemente muy despierta. En su tránsito, Jen conoce a Shlomit, del lado israelita, otra joven igualmente curiosa. A Jen se le hace muy fácil hacer el viaje para que Shlomit cruce al lado palestino y conozca a Lina, además de pisar por primera vez Palestina. En el primer intento, la policía las detiene y la libran. Ahí comienza la idea de formar esta banda para sortear estas barreras geográficas, aun cuando ninguno de los personajes sabe, en realidad, algo de música. Al grupo se unen Viki, Noa y Alhan, de diferentes lugares y con diferentes historias, pero compartiendo las mismas limitaciones de tránsito. La idea es explorar las bondades de la amistad, demostrar cómo todos somos humanos a pesar de las diferencias políticas y geográficas, encontrar puntos de coincidencia e identificación entre mujeres a las que les han hecho creer que son enemigas por el simple hecho de haber nacido en uno u otro lugar. Hasta ahí está bien, pero…
La cosa se complica cuando Jen invita a “la banda” a un rabino de origen estadounidense del lado de Israel, Shimshon. Aparentemente es otro compita gringo que sí le sabe a la música, sin embargo, al interior, es lo que es: un rabino ortodoxo que después de demostrar entusiasmo con la idea de la banda al otro lado de la frontera, cae en cuenta de que tendría que escuchar a mujeres cantar, lo cual constituye una prohibición muy estricta de la religión. La empresa de la banda pierde, desde luego, todo el entusiasmo y ahí es cuando Jen tiene su dosis de realidad y entiende, que, aunque muy linda la idea de las fronteras imaginarias, las circunstancias no funcionan como uno quisiera. Una por una van saltando de este barco ficticio hasta quedar casi nada de la misión.
Lo más interesante de la película es definitivamente la historia. En un documental, con frecuencia, no se prioriza la calidad estética del material sino el valor del material en sí mismo por representar, o sea, “documentar” un fragmento de realidad relevante o emocionante o exclusivo o peculiar, y todo el levantamiento de imagen en The Promised Band tiene estas características. El sonido es lo que se pudo lograr sin resultar distractor, hay varias cámaras de distintas calidades de video ensambladas, y, eso sí, está musicalizada especialmente para la historia, y en conjunto, sigue siendo más interesante lo que estamos descubriendo.
Si bien es una película muy interesante de apreciar, a mí me enoja con cada minuto que pasa y aquí las interrogantes: ¿Qué tan válido es transgredir las vidas de personas reales con consecuencias reales en nombre del cine? ¿Qué le podía haber pasado a las protagonistas cruzando la frontera? ¿Qué les puede pasar ahora que la película está afuera? Estamos hablando de una zona de guerra, mis amigos, gente muere todos los días todo el tiempo bajo estas circunstancias.
En teoría la tesis de la película es muy noble, muy sensible, muy universal, pero es este tipo de aparente ingenuidad esgrimida por muchos ciudadanos estadounidenses la que, a mayor escala, fomenta ese intervencionismo que perpetúa las guerras. Es decir, en lugar de ser empática con la situación y con las amigas que va cultivando a lo largo de la película, pensando en las consecuencias para ellas, el riesgo tomado con cada visita, el peligro de muerte o de cosas peores, Jen parece intentar imponer lo que debería ser la forma de vida de estas personas, donde las fronteras no existen y todas pueden ser amigas, reír, fumar cigarros, decir malas palabras, comer y hablar de los maridos…
No me malentiendan, acciones deben ser tomadas para erradicar tanto encono entre nosotros, todos, los seres humanos, pero como la cita de Viki al principio de este texto: “Es lindo ignorar la situación, pero la situación no te va a ignorar a ti”, y muchos elementos tienen que ser tomados en cuenta para “ayudar a construir”. Shimshon, el rabino que al final se niega a participar en la banda, aparece como el villano de la historia, como si hubiera jugado con los sentimientos de todas las implicadas, sin embargo, Shimshon desapareció limpia y llanamente, en silencio, sin argumentar nada más. En algún momento aparece en una conversación con Jen, en la que esta le cuestiona cuáles serían las consecuencias si se animara a participar en esta banda, Shimshon le contesta (correctamente) que no se trata de sufrir consecuencias o no, sino de ser congruente y respetuoso con una forma de vida y un compromiso que voluntariamente adquirió al suscribirse a la religión judía. Y esta es nada más que la verdad.
Afortunadamente, a dos años de estrenada la película, ninguna de las protagonistas tuvo consecuencias negativas e incluso se documenta parte de los cambios hechos en las vidas de cada quien. Al final, también es una realidad que la música no sabe de fronteras y es un lenguaje gloriosamente universal, y a esto apela el cierre de The Promised Band. Jen Heck estuvo muy cerca de haber armado sin querer una tragedia y termina desfilando por la delgada línea de la guerra, como si de un reality se tratara, como si el oficio de la realidad se impusiera y nosotros fuéramos testigos de una especie de intervencionismo cinematográfico, disfrazado sólo de buena intención. A saber…
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